José Ganfornina (Málaga, 1955) posee el arte pausado de la conversación sin tiempo, ese viejo arte africano, sepultado hoy bajo las prisas de lo inmediato. Miro con él sus cuadros. Los miramos juntos. No habla de ellos como el narrador omnisciente que conoce la trama de todas las razones, sino que sabe sorprenderse y quedarse a veces perplejo, como perdido, por una coincidencia hasta ahora no percibida, por una intención secreta, por un remanso de luz que lo arrebata de mi lado y lo transporta a algún sábado de su infancia malagueña. Tengo que rescatarlo del cuadro y traerlo de nuevo hasta la mesa, porque le gusta quedarse un momento atrapado en el exiguo laberinto que cabe entre dos líneas, sostenido en la telaraña de dos tiempos que se cruzan. En el trasiego, se nos ha enfriado el café, pero eso es parte del encanto de los viajes cósmicos.
«La concha es el hogar», dice, y lanza la confidencia solo después del segundo sorbo, con su mirada color café perdida en algún recuerdo triste. Y entonces me doy cuenta de que tiene razón y que esos caparazones de molusco que estábamos mirando en el cuadro, fracturados y dispersos por la arena de la playa, son hogares desiertos, hogares rotos. O universos cóncavos, como le gusta decir a Mercedes Escolano, que comparte con nosotros la amistad y la charla. Jung hubiera disfrutado mucho persiguiendo arquetipos por estos parajes, o Freud olfateando la sangre seca de nuestros viejos traumas. Y ahora entiendo que la pintura es como un psicoanálisis: miramos inclinados sobre el lienzo como sobre un diván. «La concha es el hogar; cuando me separé de mi mujer, empezaron a aparecer conchas de molusco en mis cuadros, rotas y vacías, como una casa sin gente». Y allí, escuchándole decirlo, entiendo entonces que pintar, como escribir, es vicio sano, porque nos ayuda a entendernos, a conjurar los malos tragos y a convertir, por pura magia salutífera, lo traumático que nos sucede en una oportunidad para aprender, para crecer y para que otros aprendan y crezcan.
Ganfornina realizó estudios de Historia del Arte en la Universidad Complutense de Madrid y se nota en su obra ese baño erudito de doctas influencias: el realismo fantástico, los románticos alemanes, el surrealismo, el esquematismo zen, el grabado clásico y, de modo muy claro, el dramatismo geológico de la Hudson River School, esa grandilocuencia telúrica como espectáculo, ante el que uno se siente pequeño y perdido.
Pero, en los temas pictóricos, creo que es mayor el peso de su afición por la historia natural y sus objetos de museo, la espeleología que practicó desde su juventud, el senderismo que sigue practicando hoy, casi como una ascesis personal, la osteología, la zoología, la botánica y toda esa taxonomía de seres quiméricos y transfronterizos que habitan sus cuadros: animales de existencia vegetal y vegetales que se trocaron en piedras en el vientre cavernoso del Hades. No falta tampoco en su obra la denuncia ecológica expresa, la añoranza del bosque primigenio, la amenaza palpable de la deforestación y la desertificación. Pero hay también otra denuncia más sutil: la que excluye a la figura humana de sus ambientes pictóricos. Ganfornina ha decretado nuestra propia expulsión del paraíso. Se diría que son paisajes preadánicos o postapocalípticos, donde el ser humano no encuentra espacio ni lugar, ni la ocasión ni el tiempo.
Es larga ya la trayectoria de este artista malagueño, que empezó sus primeros trabajos en los años ochenta, en el entorno artístico de su provincia. Conoció luego un Madrid inquieto en los días fructíferos de la movida, vivió unos años en Texas, pasó por El Escorial y regresó luego a Málaga, que es siempre la Ítaca final de todos sus viajes. Allí, en la localidad de Alcaucín, en los montes de la Axarquía, entre algarrobos y jaguarzos, ha desarrollado sus trabajos más recientes. Desde el onirismo de sus primeras obras, pasó a una época de nostalgia edénica con elementos cada vez más claros de reivindicación ecológica, cruzó por el «tenebrismo espeleológico», como a él le gusta decir, y se dirige ahora, imparable, al cielo de los astros.
Porque en Panace@ sabemos que, en estos meses, Ganfornina anda perdido en el universo de Hubble que se expande, en nebulosas lejanas y diáfanas, en el brillo póstumo de las estrellas que ya no existen y que seguimos viendo por esa lentitud desesperante con que la luz viaja por el cosmos. Mientras lees esto, José Ganfornina andará ya lejos, empeñado en otro viaje a través del universo o a través de sí mismo, escrutando la noche en la Axarquía, descifrando las celestes maquinarias, sopesando los ritmos siderales. Pero él sabe bien, igual que Dante lo supo la primera tarde en que vio a Beatriz, cerca del puente de la Trinità, que detrás de esta tramoya de eclipses y solsticios, detrás de las quimeras y los bosques genesíacos, late la fuerza inextinguible del amor, «que mueve el sol y las demás estrellas».