Pintor lento y pausado, de elaboración minuciosa y de disciplinada entrega al dibujo, José Ganfornina (Málaga, 1955) gusta de emplear, junto al óleo y el acrílico, algunas técnicas tradicionales como el temple, y eso forma en él parte de su inclinación natural, al lado del elemento puramente creativo e imaginativo de la pintura, hacia su lado más artesanal, que es el que le permite convivir con los materiales y con los pigmentos, con los diferentes tipos de pinceles y con los soportes, preparándolos con la imprimación adecuada a través de un proceso que bien pudiera parecer la experimentación secreta de un alquimista.
Porque otro de los aspectos más notorios de la manera de Ganfornina es la convivencia en él de un espíritu científico, racional y predispuesto a la atenta observación de los fenómenos naturales, y un irremediable escoramiento hacia lo misterioso y lo oculto, lo fantástico y lo exótico. De ahí quizá su profunda admiración por Leonardo, pues una de las razones de la extraordinaria fascinación que sobre nosotros ejerce es precisamente esa convivencia simultánea entre la razón y el sentimiento, entre el orden racional y el misterio insondable.
Ambos polos están también presentes en Ganfornina. Un cuadro como, por ejemplo, Travertino, presupone un conocimiento exacto de las condiciones de formación y edad geológica de esa piedra, así como de las características del entorno, y eso es algo que, si bien en una primera ojeada puede no detectarse, una observación más atenta advierte que esos ingentes datos de la naturaleza están como si dijéramos absorbidos por el pintor en el proceso de realización de su asunto. Lo mismo podríamos decir de Océano abierto, en el que la imaginación creativa se funde con la erudición acerca de la tectónica de placas.
Pero las dos principales referencias estéticas de Ganfornina, aparte de esa predisposición hacia el estudio y observación de la naturaleza que es propiamente heredada del Renacimiento, y que también es muy patente en sus estudios de ramas y flores, como en el caso de Durero, son el panteísmo del romanticismo nórdico, especialmente alemán, y la pintura china. Sobre esta última, predomina el acercamiento, de una parte, hacia el lavado sobre papel ligeramente realzado con colores de uno de esos rollos atribuidos a Tong Yuan, de los siglos X-XI, y, de otra parte, hacia los paisajes hechos en tinta sobre seda de Kuo Hi, de mediados del siglo XI, cuyas teorías, transmitidas por su hijo, también podrían aplicarse a Ganfornina: necesidad de concentrarse, de vaciar su alma de todo afán antes de ponerse a pintar, de ser dueño de su pincel y de su tinta y no su esclavo, de coordinar una obra en sus tres dimensiones.
En cuanto al sentimiento de lo sagrado ante la inmensidad de la naturaleza sobrecogedora, son ineludibles las referencias al Friedrich de Amanecer sobre el mar, Ángeles en adoración y Cruz y Catedral en las montañas. Tampoco es despreciable la influencia del surrealismo, tanto en sus procedimientos técnicos como en la etapa más lujuriante y exuberante de la pintura de motivos vegetales de Max Ernst.
Enrique Castaños Alés
Publicado originalmente en el diario Sur de Málaga el 9 de septiembre de 2005