En la duermevela todo parece más puro, porque la realidad aún no es, está formándose. Está formándose en nuestro interior, que es sólo donde existe, dibujándose
delante de nuestra mirada, que es la que siempre nos engaña. Es el único instante en que hay un acorde entre nosotros y el mundo exterior, porque este sólo es lo que está por crearse, anunciado,
presentido en nuestro corazón.
Toda la obra de José Ganfornina parece nacida en ese instante. Cuando la Aurora está anunciada, pero aún no ha llegado. Cuando los sueños perduran, pero están
difuminándose, alejándose de nosotros, dejándonos a solas con lo visible, añorantes para siempre de lo que invisible nos ha contenido, de lo que inaprensible nos ha constituido. De lo eterno de
lo que hemos, fugazmente, formado parte en la larga noche de las tinieblas.
De ahí ha nacido toda la poética de Ganfornina. De ese instante incorpóreo, vacilante y huidizo en que todos los símbolos nos habitan y sólo existen los mitos y
la profecía. De aquí ha sido desterrado el tiempo. El tiempo y el hombre, que es el que le que da significado. Sin el hombre el tiempo no existe. Por eso el pintor ha erradicado la figura humana
de sus cuadros, de sus dibujos, porque no habita en la Aurora de sus ensoñaciones.
Está la naturaleza, con toda su violencia, con toda su radicalidad, con toda su magia, con todo su misterio. Pero no es una naturaleza muerta, aunque el hombre no la
habite. La habitan seres mágicos, parábolas de seres, metáforas de la existencia, que la erosionan y la transfiguran. Está el ojo del artista, que sí es humano y, en este caso además, sabio. No
con la sabiduría del que practica un oficio tan antiguo como la pintura y conoce sus secretos. La sabiduría de Ganfornina no es haber aprendido el viejo arte de los renacentistas italianos y
flamencos. No tiene ni siquiera su origen en la pintura superrealista que en este siglo atravesó las apariencias para clavar su espátula en la esencia de la fantasía. Ganfornina es sabio porque
se entrega, con absoluta inocencia, a una razón más alta, que no tiene nada que ver con la lógica que se apoya en la evidencia. Estamos ante la razón poética que nos llevaría a esa pensadora
insólita que es María Zambrano o a las pesadillas que alumbraron la obra excepcional de Remedios Varo. Una forma de conocimiento que está más cerca de la metafísica que de la filosofía. Y
que por eso puede aplicarse por igual al pensamiento y al arte. Una poética que se apoya más en Platón que en Aristóteles.
En la obra última de Ganfornina, que va despojándose lentamente de ropajes barrocos, hay una armonía, que lo es solamente si no nos adentramos en el cuadro. Su
ojo, -que es el ojo soluble, fatalmente-, ha descubierto que la Aurora aparece cubierta de oscuros presagios. La destrucción acecha detrás de cada señal, detrás de cada rosa, en ese caracol
perezoso que apenas se mueve, pero que huye. Huye porque ha sabido que el Apocalipsis se acerca y no quiere encontrarse en "aquella región marítima", que "fue como ella, bajo las rosas, tan
salvajemente saqueada".
Lo que Ganfornina dibuja, pinta, crea, no es realismo mágico, ni superrealismo heterodoxo. No es siquiera la recreación de un mundo onírico que nos transporta más
allá de nosotros mismos, a un mundo de leyenda y mitología. Ganfornina ha entrado de lleno en el mundo de la profecía y ha empezado a describirnos, con una lucidez asombrosa y con la perfección
del alquimista, el futuro del mundo, que ya está escrito en la naturaleza y en el centro de nuestro corazón. Ese que sólo vislumbramos cuando en la duermevela la realidad aún no existe, porque
está formándose y por eso todo es más puro, más claro y más verdadero.
José Infante
Madrid, 9 de Diciembre de 1990. Catálogo de la exposición en galería Kreisler, 1991