En la época en que realicé esta serie de dibujos comenzaba mis coqueteos con el Budismo. Hasta entonces, había sostenido una esforzada lucha por conseguir objetivos que todo artista, en nuestra cultura occidental, anhela: reconocimiento social, fama, fortuna...(en otras palabras: acreción y fortalecimiento del ego). Sin embargo, la vía budista mostraba un método muy distinto: control y disolución del yo.
Este cambio de perspectiva fue infiltrándome con lentitud. Sentí entonces necesidad de expresar, materializar sobre el papel los fantasmas de la mente, esas pasiones dañinas e inútiles que la incesante actividad del ego crea.
El fantasmal catálogo coincidía, en parte, con los pecados capitales del Cristianismo, y añadía otros, hasta un total de ocho, igualmente contrarios a la serenidad interior, prescindiendo de los corporales: lujuria, gula y pereza, (asociados más a pulsiones biológicas, que a consideraciones morales, cuya inclusión entre los siete pecados capitales sería sólo justificable por el tradicional desprecio al cuerpo de la cultura judeocristiana).
La idea había cristalizado ya en mi mente, pero por un tiempo no pude encontrar una forma y un lenguaje plástico capaz de expresarla sobre el papel. Por fin, en el mes de Noviembre de 1989, unas terribles inundaciones dejaron como secuela una ciudad asolada de detritus vegetales y restos orgánicos desperdigados. Con toda naturalidad, asocié éstos a aquellos otros detritus espirituales, materia prima de mis fantasmas: había encontrado una manera de materializarlos.
A partir de ese momento, los dibujos surgieron de una manera sorprendentemente rápida: uno cada día durante ocho días consecutivos. De ahí la unidad y, a la vez, complementariedad que puede observarse en el conjunto.